miércoles, 25 de noviembre de 2015

De la niñez de Áyax

Estoy en la iglesia. Es mi primera comunión. 1988. Huele a madera aceitada y polvo atascado en las grietas. Estoy vestido de blanco con gris, espero mi turno para tomar la hostia.
Todo lo que me rodea es ajeno: el crucifijo, la homilía, todo sobra. El niño de mi derecha no deja que me concentre en misa. Es tres años mayor que yo. ¿De qué hablará? . La idea de no verlo otra vez cada sábado me revuelve el estómago. ¿Dónde vivirá? Si va a la misma escuela que yo debe ser vecino... 
El monaguillo, en un descuido, tira una pila de Biblias que sostiene endeblemente. Como acto reflejo subo a donde está a ayudarle, me sonríe para no voltear a ver al padre. Después de unos minutos, el grupo de primera comunión recibe los libros y, al abrir el mío en la portada, siento cierta felicidad inapropiada, el nombre del niño al que admiro está escrito en él. 
Poseo una pieza de su alma. En el lugar menos pensado confirmo la existencia de la parte de mí que quiero esconder bajo el altar.